08 octubre 2011

Cuidado con las resistencias al cambio

Por  Eduardo Anguita
eanguita@miradasalsur.com

Pasadas las urgencias, queda más claro que un cambio en la compleja trama de los medios de comunicación es un tema cultural complejo. Nada más conservador que los hábitos de comprar determinados diarios, suscribirse a determinadas empresas prestadoras de televisión paga o clavar el dial de la radio. El consumo de productos privados, en la cultura capitalista, está sostenido en estudiadas campañas de publicidad y estrategias de distribución de productos y servicios. En ese sentido, muchas de las estrategias de comunicación pública carecen de la agresividad y la presencia de los medios privados. Entre otras cosas, porque no persiguen rentabilidad económica con los mismos parámetros y, sobre todo, porque persiguen lo que suele denominarse rentabilidad social y cultural.
Así, la evaluación de cuánto se avanza en la aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, a dos años de su sanción, requiere entender que no se quiere reemplazar un sistema por otro, tal como sostienen los comunicadores del establishment conservador. El proceso de apropiación social de las herramientas que pueden construirse para multiplicar las voces es complejo. En principio, es mucho más lento que el de instalar un producto comercial tras un estudio de marketing. Además, el Estado no tiene estructuras dinámicas destinadas a tales fines ni mucho menos una experiencia vasta en abrir canales de diversidad cultural y mediática. Sí tiene medios del Estado que, como Canal 7 y Radio Nacional, están jugando un rol importante en abrir una oferta informativa y cultural que escape a los cánones monopólicos. Sin embargo, sus propias estructuras son pesadas y no dejan de ser la voz oficial en un concierto que tendrá muchas más voces a medida que se afianza la cultura de la transformación, que quizá no resulte revolucionaria en términos de cómo se concebían las revoluciones en los sesenta y setenta, pero sí lo es en cuanto a que los cambios tienen una marca en común. Se trata de iniciativas sociales, apropiadas por decisión del Estado y devueltas a la sociedad en forma de políticas públicas para que, a su vez, sean retomadas por la sociedad para convertirlas en hechos que mejoran la vida cotidiana.
Este proceso, complejo y arduo, plagado de resistencias culturales, es también saboteado por quienes defienden privilegios que quedan en jaque ante los nuevos escenarios. Es bueno que tener un trabajo registrado, una obra social correcta y una escuela pública para mandar a los chicos, resulte una cosa natural en una familia trabajadora. Sin embargo, la naturalización no puede ser ajena a que eso es el resultado de decisiones previas. Es preciso añadirle el valor subjetivo de la apropiación. Es preciso hacer la pausa y encarar el proceso de conciencia.
Por ejemplo, los juicios por delitos de lesa humanidad se llevan a cabo con los jueces naturales. Nada menos natural que haber llegado a que los magistrados encaren el compromiso de poner en el banquillo a los responsables de haber degradado los tres poderes del Estado. Especialmente porque la última dictadura –no fue la única desde luego– suprimió el Poder Legislativo y nombró a quienes quiso en el Ejecutivo. En cuanto al Poder Judicial, los cambios fueron más quirúrgicos. Su fisonomía cambió mucho menos que su naturaleza. Porque los magistrados pasaron de jurar por la Constitución a jurar por la Constitución más los estatutos del llamado Proceso de Reorganización Nacional, dos textos que son el agua y el aceite. La sola combinación desnaturaliza la democracia. Sin embargo, hasta que lo nuevo se va imponiendo sobre lo viejo, pasa tiempo. En la Argentina, no menos de una generación. En varios países latinoamericanos, respecto de las violaciones a los derechos humanos y las prácticas genocidas, los cambios resultan mucho más lentos. O ni siquiera se dan. El caso de Chile, con Sebastián Piñera, donde se vive un retroceso claro. La evidencia es su defensa de la privatización de la enseñanza, que no fue un proceso natural sino una brutal contrarreforma del pinochetismo. Piñera estudiaba en Harvard cuando Augusto Pinochet dio el golpe de Estado. Hace poco, el economista norteamericano James Henry relató en un artículo publicado por Forbes la felicidad del joven estudiante chileno Piñera por el fin de la democracia en Chile.

Extractado de El Pulso de la Semana - Miradas al Sur - 2/10/2011

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