Por una
tierra sin condenados
En medio de las grandes esperanzas, sucede
nuevamente el penoso acontecer de la sangre derramada. El asesinato
de Cristian Ferreyra es un hecho de inconmensurable gravedad. Afecta
nuestras vidas no sólo porque nuestras vidas son de por sí
afectadas por una memoria bien conocida, sino porque en cada una de
estas muertes inocentes surge a bocanadas el signo de una historia
irresuelta e injusta.
Son muertes inocentes no porque en estos
luchadores no haya alguna vez un hierro candente en la mano o un puño
que se cierre sobre una piedra. Son inocentes porque son muertes que
nos siguen diciendo que una porción enorme de la historia argentina,
ni siquiera en esta época propicia, consigue tener un balance
templado y equitativo. Esta época no ha sido esquiva en generar
justas reparaciones. Por el contrario, sus políticas tienen el signo
de una cabal apuesta por la ampliación de la igualdad. Por ello
mismo, debe ser propicia para mencionar estos hechos que le son
extraños o anómalos.
Ferreyra es un nombre que surge de un anonimato
tranquilizador, pero es el nombre de las cosas referidas al hierro,
que de repente nos recuerda que somos mortales, seres precarios, que
sólo tenemos nuestra muerte para representar toda una época entera
con un fogonazo inesperado. Vivimos en ese sentido, todavía, en una
época de hierro o con disyuntivas de hierro. Ferreyra, que era un
militante de un movimiento social de autodefensa campesina,
representa una larga historia.
Es una historia que remonta por lo menos al siglo
XVII, donde las comunidades indígenas cuyos nombres nos son
vagamente familiares o desconocidos –cacanes, calchaquíes,
ologastas, lules, vilelas, capayanes, famaifiles, fiambalás,
colozacanes, andalgalás, quilmes, pacciocas-, podían entrar en
guerra entre sí, aliarse de diversas maneras a los españoles o
protagonizar sangrientos levantamientos que el ejército de los
colonos españoles reprimía con saña, pero no sin esfuerzo. Es así
que en 1632 el cacique Chemilyin pone sitio a ciudades importantes
de La Rioja desviando el curso vital de los ríos, y pone cerco a la
ciudad de Londres, llamada así en homenaje a la esposa de Felipe II,
que era inglesa. Son historias lejanas, que se hablan con nombres
extraños y pronunciados en otros idiomas.
Pero el secreto de la historia, es que siempre es
lejana hasta que un hecho de sangre acerca todo un material que
parecía perdido para alimentar una acostumbrada brutalidad, que es
milenaria y es también de nuestros días. Cristián Ferreyra habla
de las modernas luchas por la tierra y habla también de luchas muy
antiguas. No es necesario que imaginemos un pasado pulcro e
incontaminado. La guerra y la violencia imperaban entre etnias
cercanas, que podían unirse con el español o aliarse contra él.
Por eso, sin una noción de lejanía indiscernible y heterogeneidad
sorprendente no nos podremos hacer cargo de esa historia. Y debemos
hacernos cargo hoy en un sentido reivindicativo respecto a la justa
tenencia de las tierras campesinas, el respeto de los bosques y la
crítica a una expansión agraria a fuego y escopeta.
Sabemos que esa historia llega hasta nosotros,
pero no llega de cualquier manera, sino a través de muchos cortes,
disoluciones y desvíos. Llega a través de un hilo frágil e impuro,
porque no es una historia de purezas ni de identidades contundentes.
Pero llega de una forma dramática cuando ocurre un asesinato, y
vuelven nombres que los siglos parecían haber acallado. Son
campesinos que tienen su tierra amenazada. Son los campesinos en los
que resta aún un filamento étnico muy antiguo. Surge el nombre de
la etnia lule,
vinculada ahora al moderno problema de las tierras. Son nombres que
reaparecen cuando actúan el capanga, la policía rural dominada por
las peores lógicas de los empresarios, pequeños o grandes de la
tierra, vinculados a una irresponsable clase política; son nombres
de pueblos y de lenguas muchas veces extinguidas, o con pobres
vestigios que llegaron hasta nosotros, como los sanavirones,
los tonicotes, los diaguitas, que en muchos casos conocían
rudimentos de metalurgia, como parte de la gran civilización del
maíz y del zapallo, del algarrobo y del chañar.
Algunas de ellas son palabras legadas por estas culturas, otras
provienen del nombre que le sobrepuso el idioma que hablamos a otros
idiomas que se han perdido, pero vuelven a tocar nuestras puertas con
un mensaje inequívoco, donde pueblos antiguos que se llamaban de
modos que hoy ya no son audibles, vuelven por lo suyo bajo una
denominación genérica que estamos en condiciones de comprender muy
bien. Porque es el pueblo argentino, hecho de la fusión de miles de
otros pueblos, y que se elige ahora con ese nombre también para
señalar que la expresión pueblo argentino, entre tantas
otras significaciones, es un resumen de tareas pendientes, reformas
sociales profundas, esperanzas en una nueva sociedad.
Tiene que ser en esta época y no en una próxima
estación nebulosa e indeterminada, que se solucione el problema de
tierras en la Argentina y que se consideren los planes
agroalimentarios no como sinónimo de desbaratamiento de los montes
sino de soberanía alimentaria. Es un problema multisecular, que
queda en penumbras hasta que un asesinato lo ilumina. Del mismo modo,
el asesinato de Mariano Ferreyra iluminó como una chispa al costado
de las vías, la realidad oscura de la tercerización. La
superposición de nombres es casual, la acumulación histórica de
los problemas no lo es.
En ciertos aspectos, muchas comunidades campesinas
del país son ahora contemporáneas de los encomenderos, de la mita y
del yanaconazgo. Pero también son contemporáneas de las grandes
utopías arcaicas, como el regreso al ayllu, a la Nación Calchaquí
o el Reino de los Quilmes, que forman parte de un lenguaje posible
pero quizás reacio a ver las grandes herencias de injusticia
reparadas a la luz de los que les debe ahora la nación moderna. No
obstante, hay que decir que la expansión de la frontera sojera no es
sólo una forma de la economía sino también puede ser en estos
casos la expansión de la propiedad por la sangre.
La avidez de un capitalismo depredador, la
irresponsabilidad de inescrupulosos empresarios que siquiera son
grandes propietarios, vive su medioevo de conquista con esbirros que
eligen el camino del victimario porque saben que ellos son también
víctimas potenciales. El gran capitalismo agropecuario tiene su
mirada en la Bolsa de Chicago, en las operaciones políticas de gran
escala, en los secretos de los gabinetes químicos que perfeccionan
la semilla transgénica, nuevo padrenuestro de una teología que sin
tener santidad tiene a Monsanto, mientras empresarios voraces,
pioneros cautivos de un clima de mercantilización de todas las
relaciones humanas, se comportan como forajidos de frontera,
escapados de otra época, pero tiñendo de una agria tintura este
momento histórico que aunque les es heterogéneo, caen en la
incongruencia de querer apropiarlo.
Cada vez que recibimos noticias infaustas, como la
muerte de un miembro de la etnia Quom, de las muertes del Parque
Indoamericano o las que corresponden al Ingenio Ledesma, parecen
hojas lejanas de periódicos escritos por un alucinado que equivocó
la periodicidad histórica. Pero no, son hechos que oscurecen nuestro
presente, este mismo presente promisorio, con una lógica única e
implacable: son una estructura de procedimientos insociales.
Corresponden a una epistemología completa de negocios que mantiene
cerrado el acceso democrático y posible a la tierra tanto rural como
urbana, que comienza con genéricos intereses que podrán hablar de
“sociedad del conocimiento” o “biocombustibles” mientras una
disputa por 17 hectáreas de una empresa que posee 160 mil, causa
tres muertes. Recordemos aquella ocasión: murieron dos ocupantes de
tierras, uno de ellos apellidado Farfán y un policía, también
Farfán, sin parentesco con el anterior. Hay una doble certeza aquí.
Primero, la insensibilidad de los nuevos y grandes negocios que han
tomado a la vieja industria de la caña de azúcar, que es un caso
que tiene diferencias con la soja, pero muchas semejanzas, generando
un capitalismo que fabrica combustibles con lo que anteriormente se
producían materias primas alimenticias, que en el aspecto de las
relaciones laborales reitera muchas conductas de la época de Patrón
Costas. Y segundo, que las luchas por la tierra, tan viejas como la
historia de la humanidad, enfrenta a pobladores con policías
patronales, en escaramuzas lamentablemente muy frecuentes, donde
mueren los hijos de la tierra, extrañados de ella ya sea porque son
expulsados por los sicarios de la nueva renta agraria en complicidad
con jueces o mandos policiales y políticos, o porque deben vestir el
uniforme de los que son enviados a la primera fila de la represión.
De allí que los más viejos apellidos de la historia de estas
tierras puedan llegar a matarse entre sí, como parte de una oscura
astucia de la razón capitalista.
Debe darse fin a esta situación con una nueva ley
de tierras ecuánime y democrática, que las mida con los teodolitos
de la justicia social, esos mismos teodolitos que empleó el
ingeniero Raúl Sacalabrini Ortiz y más atrás en el tiempo, el
ingeniero Germán Ave Lallemant, ingenieros sociales y medidores de
tierras al servicio de los pueblos. Una ley que frene la
especulación, reconozca los derechos de los antiguos pobladores y
cree una nueva conciencia colectiva respecto a una productividad que
se equilibre con la naturaleza y no que la deprede sistemáticamente.
No es aceptable que crímenes que ya asumen un carácter serial, no
tengan adecuado tratamiento por el hecho de que en su ramificación
ostensible, afecten a miembros de las clases políticas que mientras
juegan con ademanes clientelistas, con una prestidigitación
complementaria, protegen los grandes o medianos negocios con las
brigadas policiales que deberían cuidar el usufructo equitativo de
la tierra.
Ya muchas organizaciones sociales, políticas y de
derechos humanos, como el Cels,
el Movimiento Evita
y La Cámpora
se han pronunciado. Las muertes que puntúan este período político,
más dolorosas porque son en éste y no en otro, son alusiones de
sangre a problemas irresueltos de la misma estructura histórica de
este pedazo universal de tierra que llamamos Argentina. Algunos son
problemas recientes, como los que provinieron del desguace
ferroviario y la conversión en vidas precarias de miles de
trabajadores que comenzaron a llamarse precarizados. La Argentina no
puede ser un país que fabrique vidas precarias mientras habla de
nuevas posibilidades tecnológicas.
Otros problemas tienen una complejidad propia de
la escena que sabemos interpretar y festejar como propia de un
horizonte nuevo. Los dilemas entre la gestión de Aerolíneas, que
apoyamos, y la acción de estamentos laborales cristalizados, es un
tipo de conflicto nuevo que debe contar también con nuevas
definiciones. El ámbito que afirma y acoge hoy a millones de
esperanzas en el cambio debe llevar a una sociedad más justa y
despojada de sus viejas ataduras de coerción, que también tiene su
correlato en toda clase de trabazones mentales.
No es fácil darle nombre al tipo de sociedad que
queremos, y ciertamente, ese nombre nuevo aparecerá cuando se
pronuncie colectivamente, en el interior de la conciencia de miles y
miles de personas, y en el interior de un gran autodescubrimiento
colectivo. Por el momento, tenemos que pensar que cada uno de estos
conflictos dirige nuestra atención a cuestiones urgentes: a darle
facultad soberana territorial a los movimientos sociales que expresan
viejas reivindicaciones campesinas, alargando la mirada sobre los
problemas de subsistencia de poblaciones enteras cuando la lógica
del agronegocio no tiene contenciones; y por otro lado, a crear un
horizonte político que con más sabiduría pueda intervenir en
conflictos como el de Aerolíneas, donde viejas fuerzas reaccionarias
siguen al acecho, esperando demostrar que una generación nueva no es
apta para gestionar en altos niveles de responsabilidad política y
tecnológica. Pero esa capacidad ya ha sido demostrada, ahora hay que
demostrar entre todos que cuando decimos que hay cosas que faltan, no
sólo se trata de problemas conocidos o deducibles de lo que quedó
pendiente de un trayecto anterior. Lo que falta no es un problema de
restas y sumas, sino de imaginación política. Son problemas que
muchas veces no tienen definición adecuada en nuestro lenguaje y que
no se descubren tan magnánimamente ante nuestra supuesta destreza
política. Son problemas que aparecen muchas veces, desdichadamente,
bajo el rostro del asesinato social, comprimidos en los pliegues
históricos mal ensamblados del país, como placas tectónicas que se
desacomodan y que apenas nos dejan ver un hecho de sangre, que
significa mucho más que la crónica policial con la que muchos
intentan encubrirlo.
Al principio de la esperanza no lo asegura ninguna
ley ni está escrito con marcas de hierro por la historia. Vive
apenas en la imaginación colectiva y es frágil, aunque cuando se
reconoce en millones tiene la fuerza de un llamado. A partir de allí
comienza la política, dándole a la gestión y a las tecnologías
las virtudes de un frente social novedoso que las recubra con los
contenidos de eticidad de las democracias avanzadas, y si estas
definiciones sirven, será para poder pensar e inscribir en nuestra
esperanza de cambio, tanto a la defensa de la empresa pública de
aeronavegación como a los condenados de la tierra.
21 de noviembre de 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario