21 noviembre 2011

Deudas soberanas y temblores de gobiernos europeos



Las grietas
 de Europa

Por Alejandro Sehtman 

La debacle económico-financiera golpea sobre los sistemas políticos. Los déficits de la burocracia de la Unión y los límites de una 
concepción de integración regional.

Ni siquiera los más ingenuos de entre quienes el sábado 12 ganaron las calles de Roma para celebrar la renuncia de Silvio Berlusconi podían creer que en el automóvil que lo devolvía a su casa estuviera llevando consigo todas las causas de la crisis italiana. También los más furibundos ciudadanos griegos saben que la dimisión de Giorgios Papandreu era más una declaración de impotencia que un hechizo capaz de desvanecer el peso del endeudamiento y la recesión que azotan a su país. Muy pronto los indignados españoles verán cómo en el reverso de la declaración de incompetencia emitida contra el socialista José Luis Rodríguez Zapatero no hay otra cosa que el plan de ajuste del seguramente victorioso Partido Popular. Si hay algo que cualquier ciudadano de Europa sabe o intuye es que, desde que se desató la crisis financiera global hace casi cuatro años, los gobiernos nacionales han logrado poco más que repartir los costos de los recortes más o menos profundos en el gasto público.
Encorsetados por una política monetaria común cerrada bajo las siete llaves de la supranacionalidad europea, los gobiernos del Viejo Continente buscan retomar el crecimiento y equilibrar las cuentas fiscales echando mano a las poco originales recetas de ajuste. Pero a medida que el estallido de la burbuja inmobiliaria estadounidense de 2007 y la subsiguiente inestabilidad del sistema financiero mundial de 2008 se alejan en el tiempo, las dificultades económicas europeas dejan de parecerse a los efectos de una crisis y empiezan a asemejarse a la consecuencia de problemas estructurales. Tal vez sea justamente la percepción de que es necesario un cambio de raíz en la economía europea lo que inspire la rigidez con la que Alemania y Francia se enfrentan a las poco saludables cuentas de varios miembros de la Unión. Claro que no se trata de un radicalismo reformista sino fiscalista, y los efectos de las “recomendaciones” del Banco Central Europeo no tardan en hacerse sentir sobre la calidad de vida de los sectores populares y, más temprano que tarde, sobre la legitimidad de los gobiernos o de enteros sistemas políticos.
La subordinación de los gobiernos nacionales a los dictámenes de instituciones blindadas a la representatividad electoral como la UE y el FMI, ha puesto en jaque a buena parte de los oficialismos del continente. Los gobiernos de Irlanda, Portugal y Eslovaquia fueron los primeros en ser acompañados a la puerta de salida por los técnicos de la Comisión Europea (el órgano ejecutivo de la Unión) y el BCE en febrero, junio y octubre respectivamente. Grecia e Italia acaban de sumarse a la lista, dando lugar a sendos gobiernos de unidad. Los cambios de ejecutivo son procesos previstos en los sistemas de gobierno parlamentario, pero la explícita continuidad de los nuevos ejecutivos con las políticas económicas de los gobiernos caídos hace pensar que sólo la realización de elecciones podrá introducir alguna novedad en las escenas políticas nacionales. Con el riesgo real, por cierto, de que esas novedades les den mayor espacio a las derechas antirrepublicanas; porque si hay algo que distingue a esta crisis de las de principios del siglo veinte, es la inexistencia de alternativas de poder a la izquierda del espectro político.
Mientras la situación social se deteriora como consecuencia de los ajustes y la liberalización de los mercados de trabajo, las izquierdas partidarias corren a la zaga de las protestas ciudadanas, cuando no han quedado presas, como en España, de los ajustes estructurales.

¿ES LA ECONOMÍA?
La situación económica europea varía fuertemente de país en país. Las principales variables macroeconómicas son muy disímiles incluso dentro del grupo de las economías de la zona Euro que forman parte del G-7 (Alemania, Francia, Italia). Sin embargo, la crisis de 2008 tuvo como principal consecuencia que, al año siguiente, todos los países vieran retroceder su PBI. En 2010, sólo Eslovaquia, Estonia, Finlandia y Luxemburgo pudieron volver a hacerlo crecer más de tres puntos, mientras que Irlanda y Grecia siguieron con la inercia recesiva. Pero más allá de la timidez con la que los países de Europa están volviendo a la senda del crecimiento, las cuentas de varios Estados preocupan a las calificadoras de riesgo y, aún peor, a la Dama y el Caballero de Hierro que encarnan Ángela Merkel y Nicolas Sarkozy. Los temores con respecto a la incapacidad de varios Estados de hacer frente a sus deudas soberanas han dado lugar a una serie de medidas de emergencia como el Fondo Europeo para la Estabilidad Financiera creado en 2010 y ampliado en octubre pasado durante una reunión en Bruselas frente a la cual el mismo Silvio Berlusconi se comprometió a reformar el controvertido sistema de pensiones italiano. Se prevé que en 2013 este fondo, junto con otro similar llamado Fondo Europeo de Estabilización Financiera, sea suplantado por un mecanismo permanente de estabilización. Mientras tanto, el BCE ha tomado algunas medidas orientadas a limitar la volatilidad financiera y aumentar la liquidez de la economía europea. La salida del francés Jean Claude Trichet de la presidencia del banco, junto con la renuncia al Directorio de Jürgen Stark y Axel Weber, dos de los miembros más ortodoxos del Consejo de Gobierno del Banco, ha abierto la puerta a una mayor apertura del BCE a los problemas del crecimiento y el empleo, hasta ahora marginalizados en la búsqueda de la estabilidad de los precios.
Pero más allá de la evidente necesidad de sacar a los Estados europeos más comprometidos por su nivel de deuda y/o de déficit público, el diseño y la implementación de los planes de ajuste ponen el dedo en la que tal vez sea la llaga más grande de la Unión Europea: el agotamiento de su sistema de economía social de mercado. Las razones del deterioro de este modelo de desarrollo forjado en la segunda Posguerra sobre la base de compromisos estables entre el capital y el trabajo garantizados por Estados fuertemente interventores tanto a nivel de la protección social como de regulación de los mercados son de distinto tipo, pero entre ellas se destaca la imposibilidad de mantener altos niveles de gasto público sin el acompañamiento del crecimiento económico. La flexibilización de los mercados de trabajo introducida en toda Europa durante las décadas de 1980 y 1990 pudo haber logrado una disminución de los costos laborales pero al precio de aumentar la presión sobre los Estados en el plano de los servicios y las transferencias para los desocupados transitorios y otras protecciones. Mientras tanto, la inercia institucional de sistemas de pensiones construidos para economías de pleno empleo y familias mononucleares ha mantenido altos los gastos en ese rubro, produciendo una importante brecha generacional entre quienes formaron parte de la fuerza de trabajo de los treinta largos y gloriosos años de la posguerra, quienes entraron al mercado laboral durante la estación de las reformas y los jóvenes que hoy permanecen por fuera de las relaciones salariales más estables y protegidas. Es cada vez menos raro que, en Europa, un jubilado gane más que un joven en actividad y que la solidaridad intergeneracional dentro de las familias sea la llave para el acceso a la vivienda o la educación superior.
Si puede hablarse de una crisis “europea” no es tanto en referencia a los problemas financieros o económicos de algunos de sus países, sino al definitivo agotamiento de un conjunto de mecanismos de distribución del poder y del ingreso que es institucionalmente hegemónico, pero cada vez más marginal si se lo mira desde la sociedad. Los mecanismos y los actores a través de los cuales se articulaba la sociedad de clases de la Europa industrial cada vez son menos eficaces para procesar las demandas de una sociedad fragmentada para la que la idea de progreso intergeneracional ha dejado de ser el horizonte en el cual se orientan la participación política y el comportamiento económico. Las revueltas juveniles que en 2005 conmovieron a las periferias parisinas y las de otras grandes ciudades francesas y las que en agosto pasado tuvieron en vilo al Reino Unido son, aunque extremas y excepcionales en su desarrollo, buenos indicadores de la osteoporosis que afecta al esqueleto social de, incluso, los países más pujantes de Europa. Mas allá de cuán riesgosa sea la deuda soberana de algunas naciones de Europa, el real peligro subyacente es que la estabilidad financiera y fiscal se recomponga sin atender a, o incluso profundizando, las grietas cada vez mayores que separan a las islas sociales de cada país.

DESUNIÓN EUROPEA
Tal vez sea algo más que una casualidad que las revueltas de las banlieues de 2005 hayan sido precedidas por el rechazo del electorado francés a la Constitución Europea en el referendum consultivo. El naufragio del proyecto constitucional le puso punto final a los intentos de dotar a la UE de mayor autonomía respecto a los Estados miembros. Durante medio siglo de integración europea moderna, la construcción de una organización política supranacional ha avanzado mucho más fuertemente en el edificio de las instituciones que en el de la soberanía popular. Al día de hoy tan solo los miembros del Parlamento Europeo son elegidos directamente por los ciudadanos y aun así lo son en distritos ubicados dentro de cada país. Los edificios de Bruselas, donde miles de euroburócratas administran la más ambiciosa organización política de nuestros tiempos, gozan de mucha mejor salud que la idea de un pueblo europeo y que los mecanismos puestos en marcha para representarlo.
La falta de representatividad de las instituciones europeas es tal que hasta las voluptuosas intervenciones del europarlamantario británico de derechas Nigel Farage en contra de la UE puedan ser compartidas por quienes sólo pretenden una mayor apertura democrática del nivel supranacional. La impermeabilidad de la institucionalidad consagrada por el Tratado de Maastricht de 1992 y fortalecida en el de Lisboa de 2007 no es tan sólo el fruto de la ilusión tecnoburocrática y neoinstitucionalista de las elites del funcionariado europeo. Francia y Alemania son las dueñas de la pelota de la supranacionalidad por su fuerte peso en la composición de los distintos organismos de la compleja burocracia europea. Al no estar tamizados por un filtro electoral unitario lo suficientemente espeso, la potencia económica y el peso político de ambos países se traducen en decisiones políticas supranacionales que, aunque aprobadas por mayorías calificadas, obligan a las sociedades de los países miembros (incluidas la francesa y la alemana) a sufrir las consecuencias de medidas tomadas a años luz de su participación política.
La actual Unión Europea es producto de la férrea voluntad de enormes liderazgos socialcristianos como los de Alcide De Gasperi y Konrad Adenauer o socialistas como Jacques Delors y Paul Spaak. Sin embargo, pocos parecen atender a que esa osadía y esa capacidad para construir instituciones que estuvieran un paso más allá de las entonces existentes, estaban fundadas en una legitimidad política mediada por una especie actualmente en extinción: los partidos políticos nacionales de masas, que articulaban la representación de grandes porciones de la población. Si la preocupación de los fundadores de la Europa moderna era la de evitar la desunión entre las naciones de Europa, ese peligro parece conjurado. Queda por saldar la no menor cuestión de la desunión entre las instituciones de la UE y los pueblos europeos que a duras penas pueden dar cuenta de los complejos mecanismos por los que la Comisión Europea tiene tanto más poder y tanta menos responsabilidad democrática que el gabinete de ministros de sus países.

NUEVO MAPA POLITICO
Las primeras críticas contra el rumbo que estaba tomando la Unión Europea provinieron de los extremos del espectro político, principalmente de las derechas sociales y antirrepublicanas como el Front National francés de Jean-Marie y Marine Le Pen o el United Kindom Independence Party. Sin embargo, la división entre progresismo y reacción que el notable arquitecto político europeo Alterio Spinelli pretendía ubicar en la voluntad o no de construir un Estado internacional, no parece haberse consolidado puesto que también las izquierdas de diferentes países comienzan a posicionarse con cada vez mayor claridad en contra de una UE que está en todas partes pero atiende en Bruselas, preferentemente a los jefes de gobierno alemanes y franceses.
No es un dato menor, a la hora de entender cuál es el contenido concreto de la integración realizada en el marco de la UE, que en el continente donde hace ciento cincuenta años se paseaba el fantasma del comunismo, no haya huelgas europeas y la europeización del sindicalismo y de los partidos de centroizquierda no sea más que la proyección a escala continental de las debilidades que los acosan en el plano nacional. A esta altura de la integración regional, es difícil pensar que pueda haber iniciativas políticas profundamente democrático-populares en los ámbitos nacionales si no logran articularse a nivel europeo para que la política de la UE deje de jugarse con las cartas marcadas por la integración económicamente liberal y políticamente elitista que se consolidó en los últimos veinte años.
La situación en cada uno de los países no parece alentar la idea de que de los contextos nacionales puedan surgir experiencias que logren adaptar la mejor tradición europea de protección simultánea de las igualdades y las libertades a los deseos de las sociedades multiculturales y postindustriales. En el sur de Europa, a la formación de un gobierno de centroderecha en Portugal se suma la inminente derrota del PSOE español (de cuyo socialismo obrero cada vez se encuentran menos creyentes), y la tibia intervención del centroizquierda italiano en la salida de Berlusconi. En Francia, la victoria de François Hollande en las primarias abiertas del socialismo francés pone a su partido a tiro de la presidencia, pero (a pesar del sorprendente resultado del ecologista y antimundialista Arnaud Montebourg) con una línea moderada. Paradójica o previsiblemente, es en Alemania y el Reino Unido, países gobernados por la derecha más sofisticada de Europa, donde la centroizquierda está abandonando el liberalismo económico adoptado con la Tercera Vía y dando un giro hacia una nueva política de izquierda. El alemán Siegmar Gabriel y el inglés Ed Miliband son los líderes que más expectativas de cambio pueden despertar en una Europa casi desierta de creatividad política democrática.

EUROPA MUNDO
La consolidación de la integración regional de Europa parecía ser la consecuencia inevitable en un mundo que se deslizaba hacia el multipolarismo. Sin embargo, fueron los mismos líderes europeos quienes rechazaron la responsabilidad de ser un polo, abandonando a su suerte primero a las ex repúblicas populares de la mitteleuropa, luego a los Balcanes y por último al norte de África. Es comprensible que una organización fundada en la racionalidad burocrática y el libre mercado tuviera dificultades para escuchar las convulsiones que tenían lugar a sus puertas. No lo es que un conjunto de naciones que sufrió las razones de la geopolítica sobre su propia piel no entendiera que estaba en juego su influencia sobre el mundo que la rodea.
La UE no sólo ha trabado el ingreso de Turquía a sus filas de la mano de voceros irrespetuosos como el líder derechista holandés Geert Wilders sino que ignora cada vez con mayor esfuerzo la importancia que tiene en cada uno de sus rincones la presencia de migrantes provenientes de todos los puntos del Sur global pero principalmente de su propio umbral. Tal vez haya llegado la hora de que Europa se abra al mundo. Al de afuera y al de adentro. Para dejar de ser el continente viejo y cascarrabias, al que le molestan los ruidos del pueblo, de los jóvenes, propios y ajenos, que quieren construir allí un nuevo mundo.

Fuente: Debate - 21/11/2011

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